sábado, 26 de julio de 2014

Encomio de René Bascopé Aspiazu

En la política, en la literatura, y en el exilio. Crónica y memoria de una amistad con diferentes destinos.

Ramón Rocha Monroy / El Ojo de Vidrio







Con René Bascopé nos iniciamos juntos en la narrativa, gracias a una publicación pionera de la UMSA que titula Seis nuevos narradores. Fue un amigo entrañable y me colaboró como director de Literatura en el Instituto Boliviano de Cultura, que estuvo a mi cargo en 1979.
Juntos hicimos cinco grandes festivales de cultura, en los cuales participaron artistas de renombre y ninguno cobró porque no teníamos un puto peso en el presupuesto. Asimismo pasamos juntos las emergencias del golpe de Natusch, cuando trabajábamos todavía en el IBC.
Recuerdo que recogimos una edición clandestina y antigolpista del semanario Aquí de una imprenta ubicada en la calle Illimani y la llevamos en una combi de la IBC a un domicilio donde estaban Luis Espinal, Xavier Albó y otros voluntarios que doblaron esa edición.
Estábamos en la imprenta cuando se escuchó el silbido de los caimanes, que bajaban hacia el estadio de Miraflores, y entonces apagamos máquinas y luces y esperamos a que pasaran en medio de la mayor tensión, porque nos pillaban y no contábamos el cuento.
Al llevar el semanario teníamos que ir por el cuartel Sucre y allí recuerdo que nos interceptó un conscripto, vio el carro oficial y le dije: Aquí controlando el golpe, y así logramos pasar.
Pocos meses después se precipitó el asesinato de Luis Espinal y el rearme del sector duro de las Fuerzas Armadas que planeaban un golpe cantado. La UDP había ganado las elecciones del 80 y ese 15 de julio los paceños celebraban la verbena de vísperas con una euforia renovada.
René y yo éramos jurados del Premio de Cuento de la UTO, en Oruro, y recuerdo que fui primero a La Paz y no pude pasar en taxi la Pérez Velasco porque estaba llena de gente.
Ingresé al café Verona y allí me lo encontré. Dormí en su casa y lo convencí de que fuéramos a Oruro, donde trabajamos en el jurado todo el 16. Me amanecí con Alberto Guerra Gutiérrez y el 17 nos fuimos al restaurante 312 a comer un fricasé. Nos alcanzó René y cuando saboreábamos el uma jampicu llegó un amigo con el pasaporte bajo el brazo, pues se iba a México, y nos avisó que había estallado un golpe de Estado.
René se levantó de inmediato de la mesa y logró tomar la última flota que salió de Oruro, rumbo a La Paz. Todavía tengo el pasaje en ferrobús de aquel aciago 17 de julio de 1980, que me llevaría a Cochabamba a mediodía.
Justo a esa hora llegó René a La Paz, se encaminó a la reunión de la COB, donde debía estar, pero a media cuadra de su destino lo detuvo un transeúnte y le dijo que la sede había sido asaltada y que se hiciera pepa.
René corrió a las oficinas de Aquí, donde había asumido la dirección tras el asesinato de Espinal, pero poco antes de llegar, la dueña de una pequeña tienda le advirtió que los paramilitares lo estaban esperando, y entonces se asiló en la Embajada de México, donde yo llegaría semanas después.
Allí fundamos el Grupo Charles Baudelaire con Rolando Costa Arduz, Coco Manto, Luis Rico, Alfredo Tarazona, René (que andaba en amores, cuándo no), este servidor y Picasso. No olvido la vez que nos colamos al comedor del embajador, sacamos su mejor vajilla para tomar pernod y pasamos toda la noche susurrando brindis, en los cuales el Basquito destacaba por su extraordinaria vena poética.
Su vida, como la de todos, era azarosa durante la dictadura, y no conocíamos más futuro que el presente, hoy libres, mañana detenidos, torturados, muertos o exiliados, como ocurrió cuando nos expulsaron a México.
Vivimos juntos primero en el hotel Francis y luego en Tlalpan. A diario buscábamos trabajo y siempre íbamos juntos. Mario Guzmán Galarza, ex embajador de Bolivia y muy allegado al PRI, nos recomendó a la directora del Museo del Chopo y del periódico Ovaciones, y fuimos a buscarla.
No podía contratarnos en el Museo ni en Ovaciones, pero nos mandó a una especie de Playboy mexicano, que se llamaba Su otro yo, y que en los siguientes meses nos compró relatos eróticos.
Esa mujer, hermosa, era nada menos que Ángeles Mastretta, ya famosa por sus librosMujeres de ojos grandes y Arráncame la vida, que con el Basquito decíamos riendo “Arráncamela, vida”, porque se ponía risueño y tenía un humor muy ocurrente.
René ganaba además, semana tras semana, un concurso de cuentos de El Nacional, donde yo también intervenía sin el menor resultado. René me decía que mis cuentos no eran malos, pero para ganar un concurso se necesitaba presentar caballos de carrera.
Él siguió ganando y yo perdiendo. Un tiempo trabajamos juntos como correctores en el Fondo de Cultura Económica, donde conseguimos un amigo de confianza, el escritor Felipe Garrido, gerente del Fondo y hoy Premio Xavier Villaurrutia por una vida dedicada a la literatura.
Luego René se fue a trabajar como redactor de El Día, y allí, Gregorio Selser le brindó su abundante archivo para que escribiera La veta blanca, la primera conexión del poder del Estado con el narcotráfico durante la dictadura de Banzer.
Cuando se fue a México creo que ya militaba en el Partido Socialista 1. Tenía una conciencia superlativa de sí mismo y me reprochaba que fuera escalera de base de un partido político.
Allá en México me hablaba de dos cuadros socialistas de primer orden, que enarbolaban las banderas de Marcelo: Cayetano Llobet y Roger Cortez. El primero murió en las antípodas de su antiguo izquierdismo y del segundo no sé nada, quizás porque vivo en Cochabamba.
El René, Basquito, Travolta, Clark Kent, pertenecía a un grupo que se llamaba con humor Los Iracundos, porque todos eran cortos de vista y usaban lentes de grueso carey, entre ellos Jaime Nisttahuz, Édgar Arandia Quiroga, Alfonso Gumucio Dagron, Manuel Vargas y el propio René, que con lentes parecía el ser más inofensivo, pero se los quitaba, como Clark Kent, y tenía una capacidad innata para seducir a las muchachas que se aventuraban a su vera.
La última vez que lo vi gobernaba la UDP y festejábamos en el Hotel Sheraton el primer aniversario del restablecimiento de relaciones diplomáticas con Cuba. En el banquete había todas las tendencias de la izquierda partidista y sindical de entonces.
En ese escenario, René me confesó que no había dejado la literatura, pese al momento político, y que había presentado una novela al Premio Erich Guttentag que titulaba La tumba infecunda. Le dije sin asomo de lamento que otra vez me ganaría, como lo había hecho en México, pues yo también había presentado una novela, titulada El run run de la calavera.
El jurado fue inclemente, declaró desierto el primer premio y compartimos el segundo con René. Pasaron unas semanas y murió. La editorial se apuró en editar su novela, pero recuerdo que al año publiqué una columna en la cual invitaba a la misa de cabo de año de mi novela, porque todavía no había sido editada.
Recibí de inmediato una llamada de Werner Guttentag y a poco nos entregaron el premio, tan devaluado, que de los mil dólares originales apenas recibimos al cambio alrededor de 37 pesos bolivianos. En realidad, los recibí yo y la viuda de René, nuestra buena amiga Rosmery Guzmán, a quien le pedí que con el importe le comprara al menos flores, si el monto exiguo alcanzaba para un ramo.

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